jueves, 4 de octubre de 2007

La vida secreta de las palabras, de Isabel Coixet

Contar la tristeza. Eso es lo que se propone la directora española Isabel Coixet en cada una de sus películas. Todas ellas tienen en su centro un dolor radical: el abandono y el vacío existencial en Cosas que nunca te dije, el amor no correspondido en A los que aman, la enfermedad en Mi vida sin mí. Es un dolor demasiado profundo y no es sensato pretender alcanzar su núcleo. No es humanamente posible explicar el abismo que se abre frente a la soledad, el amor o la muerte. A veces, las imágenes no alcanzan. Las palabras tampoco. Isabel Coixet lo sabe. Hay daños que son irreparables. Angustias inenarrables. Frente a esa impotencia esencial, su cine se rebela y apuesta al valor de la representación. Devuelve a la imagen su condición ilusionista y extrae de la palabra su fuerza cicatrizante. Sus historias parten de lo más tangible y terrenal para acercarse sutilmente a una dimensión muy distinta: la dimensión de la conciencia de quienes sufren y desean y están solos. Las ficciones se erigen a partir de la subjetividad anhelante de los personajes. Coixet sabe que no puede llegar al corazón de la tristeza; su cine solo intenta aproximarse para radiografiar las heridas. La suya es una poética de la desolación cotidiana.

Galardonada con cuatro premios Goya en la edición 2005, La vida secreta de las palabras contiene muchos de los rasgos característicos del estilo Coixet: el protagonismo de los textos en off; el cortejo de personajes secundarios tan tiernos como estrafalarios; el pasaje instantáneo de lo metafísico a lo mundano, y viceversa; una estructura narrativa libre, marcada por los interrogantes íntimos y secuencias en donde el flujo del tiempo queda suspendido frente a la contundencia de la melancolía. Es cierto que el film deja traslucir algunas imperfecciones, especialmente en su guión, pero esto es inevitable siempre que un creador busca ir más allá de lo que ya conoce. Y es innegable que La vida secreta… tiene una puesta en escena muy original.

La historia gira alrededor de Hannah (Sarah Polley), una joven introvertida que trabaja en una fábrica en algún lugar de Europa. Callada, siempre aislada, Hannah lleva años sin tomarse vacaciones, hasta que un día su jefe la obliga a hacerlo y ella viaja entonces a la costa de Irlanda. Aunque está claro que no quiere descansar. De manera casual, conoce a un hombre que necesita una enfermera con urgencia y ella inmediatamente se ofrece para la tarea. Así es como Hannah llega a una plataforma petrolífera ubicada en el medio del mar. Deberá ocuparse de Josef (Tim Robbins), un trabajador que convalece cubierto de quemaduras tras un incendio que se produjo en el lugar. Parece que alguien murió allí, pero los compañeros de Josef no se animan a contar demasiado.

En el film todo está expuesto con un carácter enigmático: el retraimiento de Hannah, la culpa de Josef, el designio de soledad que atraviesa a todos los personajes en ese metálico escenario. “¿Cómo se vive con las cosas que han pasado, con sus consecuencias?”, le pregunta Josef a Hannah. Algo los lastima a ambos, profundamente. Todo es difuso hasta que, de a poco, las palabras logran resquebrajar la coraza de silencios. De a poco, los protagonistas construyen un puente de empatía y protección que los lleva a presentir una esperanza.


Como en todas las películas de Coixet, La vida secreta… comienza con una voz en off, perteneciente a un personaje-guía encargado de trazar el mapa de sensaciones latentes en el film. Reflexiones, utopías, lamentos y, sobre todo, muchas preguntas que se susurran a los oídos de un espectador cómplice. Preguntas que se adivinan sin respuesta. Esta voz vitalista, depurada en cada línea, es un recurso clave en la obra de Coixet, prueba de un respeto por el peso dramático de la palabra del que no muchos realizadores pueden jactarse. No es casual que la película esté dedicada al escritor inglés John Berger (“Hacia la boda”, “Aquí nos vemos”), a quien la realizadora admira y con quien evidentemente comparte una forma de concebir la ficción. Ambos recurren a una voz narradora confesional y elíptica que avanza mientras elabora la experiencia de los personajes, al tiempo que sugiere la propuesta filosófica del film. Lo curioso en La vida secreta…, es que esa voz en off no se puede identificar con claridad. Por su tono, parece pertenecer a una niña, pero prácticamente no aparecen niños en todo el relato. Es otro de los tantos misterios que recorren esta ficción.

Se trata sin dudas de una película ambiciosa. Por primera vez la realizadora introduce en su obra una referencia a la actualidad del mundo. En la última parte del relato se revela que Hannah fue víctima de vejaciones en la Guerra de los Balcanes, un dato inesperado que vuelca al film hacia el alegato político-humanista. Este giro de la trama no amenaza el verosímil, aunque sí delata a una autora preocupada por recargar de información “trascendente” a un guión que en su idea inicial ya lo tenía todo para conmover.


Porque está la sublime Sarah Polley; porque hay inteligencia en cada uno de los diálogos; porque la música es acertadísima (empezando por Antony & The Jonsons y su desgarrador tema “Hope there’s someone”); y porque solamente el ojo cinematográfico de Coixet puede hacer que esa inhóspita plataforma petrolífera se transforme con el paso de los días en un espacio paradisíaco en donde el encuentro es posible (notables labores de Jean-Claude Larrieu en fotografía y Aitor Berenguer en sonido). Todos sus habitantes son seres especiales. Todos sueñan con alguna forma de amparo. Todos resisten, y cantan, y se abrazan. La dimensión subjetiva de los personajes determina los colores del paisaje. Es entonces cuando la película se ilumina. Al igual que el rostro de Hannah en la última escena. Feliz, por fin.

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