viernes, 20 de junio de 2008

El fin de los tiempos, de M. Night Shyamalan

Algo está por venir, algo está por pasar. Así lo anuncian las nubes ominosas que surcan el cielo en la apertura de El fin de los tiempos (The Happening). Todo se inicia en Nueva York, más precisamente en Central Park, en donde los paseantes de repente empiezan a actuar de forma extraña y se lastiman a sí mismos. Minutos más tarde un albañil observa azorado cómo sus compañeros se lanzan al vacío desde el edificio que están construyendo y se desploman sobre el suelo, uno por uno. Es una de las escenas más brutales que el cine ha dado en mucho tiempo. La humanidad se está suicidando. Literalmente.

Mientras el fenómeno se expande hacia otras ciudades, en Philadelphia lo encontramos al profesor de ciencias Elliot Moore (Mark Wahlberg) quien discute con sus alumnos por qué la población de abejas en el país viene decreciendo (dato verídico), un hecho que ya preocupaba al mismo Albert Einstein (el físico vaticinó que “si las abejas llegan a desaparecer de la faz de la Tierra, el hombre solo tendría cuatro años más de vida”). La conclusión es que si bien hay fuerzas de la naturaleza que tienen una explicación racional, hay muchas otras que directamente no se pueden comprender. Esto último es lo más difícil de tolerar: la absoluta incertidumbre del Ser en el mundo, y la angustia que genera esa constatación. Esta es la premisa conceptual que conduce el nuevo trabajo del director hindú M. Night Shyamalan.

Si el planteo parece demasiado heideggeriano para un producto de Hollywood, la pregunta es por qué el realizador diseñó una historia que implicaba poner en escena nada menos que una pandemia de suicidios (no recuerdo otro film con un argumento medianamente parecido). Pero antes de seguir con las especulaciones, dejemos en claro que la película es un perfecto disparate. El director lo sabe y lo hace evidente al saltar sin aviso de lo trágico a lo absurdo, subrayando con este vaivén que estamos ante una ficción pura, una hipótesis, un juego. Las escenas risibles descascaran deliberadamente el clima de catástrofe para que el espectador no se tome en serio el relato, porque la cuestión aquí no es espantarse ante el caos en sí, sino animarse a pensar cuáles son las cuerdas -¿psicólógicas? ¿culturales? ¿metafísicas?- que lo fomentan.

Lo que provoca las muertes de los personajes en el film es una especie de toxina que se propaga por el aire y que lleva a las personas al autoaniquilamiento. Entre otras variables, se cree que podría ser un ataque terrorista, un experimento científico del Estado, o una revancha de la naturaleza contra el maltrato propinado por el ser humano. Alguien explica por allí que esta rara toxina lo que hace es anular la barrera neurológica por la cual toda persona tiende a defenderse a sí misma. Sin esa barrera, el hombre se mata. Ni queda suspendido en un limbo biológico ni vuelca sus instintos primitivos hacia los demás. No, el hombre automáticamente elige dejar de existir, como si fuera la única opción lógica. Y aunque el film señale que este impulso no es consciente sino motivado por el virus, ver cómo los personajes se matan de las formas más diversas e ingeniosas es una experiencia realmente desoladora, porque el suicidio es siempre una posibilidad tangible para el sujeto, más allá del extremo esbozado en este cuento fantástico.


Muy lejos de la solidez de Sexto sentido y El protegido, M. Night Shyamalan conserva sin embargo buenas ideas cinematográficas, e incluso muestra atendibles inquietudes filosóficas. Si El fin de los tiempos falla no es tanto por el enjambre de géneros sino porque todos los personajes están pobremente escritos, las actuaciones son endebles y la narración por momentos se vuelve distraída. El punto de partida puede ser excelente, pero la resolución dramática es torpe y derivativa (tal como ocurría en La dama en el agua, su película anterior).

De todas maneras, es demasiado cómodo descalificar al director como un simple “profeta” obsesionado por enviar un mensaje ecologista y/o humanista. Es erróneo creer que el film esconde una lectura única cuando su premisa es tan ambigua y aspira a lo ontológico: la vida encierra misterios que escapan a la comprensión. “Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es razonable”, dice Albert Camus en el Mito de Sísifo. En el fondo no hay más que vacío. Esto es lo verdaderamente terrorífico. Por eso, aun con sus delirios y sus trampas, El fin de los tiempos es una película genuinamente existencialista.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesante conclusión. Aunque, por supuesto, habría que ver el tema de la libertad, la particularidad de la existencia y el compromiso en el film, ya que son temas caros a los existencialistas (excluyendo un poco a Heidegger que, además de comprometerse con las fábricas de muerte del nazismo y escribir pésimo, su tema será mas el Ser -¿?- que la existencia).
J.